Desde ahorrar energía de la calefacción a no consumir peces de pequeño tamaño, los poderes públicos lanzan sobre el ecociudadano un bombardeo continuo de políticas concretas ambientalmente positivas, muchas veces basadas en la culpabilización, que opone una conducta virtuosa a otra pecadora. Estas campañas suelen comenzar por describir un comportamiento incorrecto (pasear por la casa en camiseta en pleno invierno, por ejemplo, que ejemplifica el poner la calefacción a una temperatura demasiado alta) que implica derroche, y continúan planteando una conducta correcta de sustitución, con o sin ayuda de elementos de tecnología ahorradora (como un termostato). También se suele insistir en rituales como apagar la luz, cerrar los grifos, etc., que deben terminar convirtiéndose en hábitos propios de una vida virtuosa. También es posible que el mensaje sea sencillo y directo, más en la línea de dotar de recursos a la ciudadanía para su particular transición ecológica. Por ejemplo, subvención al cambio de caldera o de ventanas, o una sustanciosa compensación del coste de un coche eléctrico.
Entre los ejemplos de cambio concreto impulsado desde los poderes públicos se cuentan pues el coche eléctrico, la bomba de calor, peatonalizaciones, el recibo de basuras aparte, acciones contra el desperdicio alimentario, y un largo etcétera, todas las cuales tienen su encaje final en el ecosistema doméstico. En lo que sigue, vamos a ver algunos ejemplos.
¿Un caso de éxito?: El final de las lámparas de incandescencia
En 2012 finalizó legalmente la fabricación de lámparas de incandescencia en al UE. El disparador del cambio fue una directiva (de 2009) que establecía estándares de eficiencia (en lúmenes/vatio) que esta tecnología no podía dar. La sustitución de elección eran las LBC o fluorescentes compactas, pero en este caso una nueva tecnología (las LED) maduró lo bastante rápido como para sustituir con cierta facilidad todo el parque de lámparas por una opción en principio más sostenible (las LED no contienen mercurio, como las LBC). El proceso fue rápido, la industria al parecer estaba de acuerdo, el sobrecoste fue absorbido (y era recuperable por la mayor duración de las lamparas LED) y fue asumido por las economías familiares sin gran esfuerzo. En este caso tenemos una tecnología con evidentes ventajas, sin esfuerzo económico significativo, y que sólo afectaba marginalmente al ecosistema doméstico.
El coche eléctrico
Es probable que la implantación del coche eléctrico sea una de las políticas concretas “desde arriba” de más impacto en el ecosistema doméstico. En los primeros tiempos de la generalización del uso de automóviles, al filo del año 1900, la impulsión eléctrica compitió con el motor de combustión interna (e incluso con el vapor) en condiciones de aproximada igualdad. Hacia 1910 el motor de explosión ya había ocupado todo el nicho del automóvil, a pesar de que una opinión corriente en la época insistía en que no era apropiado para la ciudad, donde el coche eléctrico se veía como más adecuado por su funcionamiento silencioso y no contaminante. Esta dualidad carretera/ciudad asociada con la de motor térmico/motor eléctrico se vería repetida en cierta forma un siglo después.
El caso del coche eléctrico es muy especial por varias razones, además de por combinar una tecnología ultramoderna (baterías de litio. motores muy eficientes, etc.) con la recuperación de una tecnología antigua.
Está estrechamente unido a otro paso importante de la transición hacia la sostenibilidad, la renovabilización de la energía, con posibilidad incluso de formar parte importante de la red de almacenamiento de electricidad. También está prediseñado para incorporar toda clase de elementos de la nueva sociedad del conocimiento, como la conducción autónoma, la hiperconexión, IA, etc.
La política del coche eléctrico incluye disuasión (prohibición de fabricación de coches de motor de explosión, restricciones de acceso a las ciudades) y estímulo (principalmente a través de subvenciones directas a la compra, secundariamente reducción o liberación de pagos por aparcamiento, etc). Casi dos décadas de estímulos oficiales no han conseguido el despegue de esta tecnología, con una industria reticente y unos compradores que no terminan de convencerse de sus ventajas.
Es instructivo comparar el ritmo de despliegue de esta tecnología con el de las lámparas LED (ver arriba) y los smartphones, que se expandieron a velocidad fulgurante desde su lanzamiento en 2007.
Entre las razones del «fracaso» del coche eléctrico se pueden citar las siguientes: (dentro del caso general de una tecnología que no parece mejor que aquella a la que sustituye).
Los coches eléctricos baratos escasean y los que existen ofrecen prestaciones muy inferiores a la media de los coches eléctricos. Por el contrario, un coche térmico barato ofrece lo mismo en términos de autonomía, velocidad, etc, que un coche térmico mucho más caro. En general, no existe una ventaja decisiva (como la del smartphone sobre el teléfono móvil, o incluso las lámparas LED sobre las incandescentes), en términos de uso cotidiano (autonomía, comodidad de repostaje, etc.) La ventaja se puede percibir en segundo plano, un coche limpio que no emite contaminantes, aparcar fácil o gratis, o secundariamente que funciona con un «combustible» mucho más barato.
Un gran obstáculo es la actitud de la industria, que lleva décadas frenando esta tecnología, que supone un cambio radical de negocio, el alejamiento del mundo petrolífero y de un motor (el descendiente de los primeros modelos Otto y Diesel) en el que se han invertido recursos ingentes para afinarlo y mejorar su eficiencia.
El resultado final es una serie de bandazos legislativos: la fecha de 2035 no es firme, los poderes públicos reciben presiones incesantes para postergar la fecha o establecer excepciones que la invaliden. Y la ciudadanía se muestra perpleja, sin acabar de ver las ventajas del coche eléctrico, aún reconociendo la inadecuación del coche de motor térmico para un medio ambiente sano y sostenible.
La bomba de calor (aerotermia para la climatización)
Un tema con poca proyección pública, pero que sigue los pasos en la sustitución de un gran parque de generadores domésticos de calor basados en energía fósil por versiones alimentadas por electricidad y aprovechando la tecnología de la aerotermia, que permite considerar parte de la energía útil generada como renovable. Los datos muestran una expansión rápida de la bomba de calor. Una legislación favorable y una tecnología adecuada pueden suponer su popularización definitiva. Un problema es que el cambio de instalación (típicamente a partir de una caldera de gas natural) puede ser oneroso. Un elemento a favor es la recuperación del coste en unos años, como ocurre en las instalaciones de agua caliente solar térmica y de las mejoras del aislamiento en la edificación, incluidas obligatoriamente en los nuevos estándares de calidad edificatoria desde mediados de la década de 2000.
Contra el desperdicio alimentario
El desperdicio alimentario en su sentido actual (tradicionalmente, las plagas, la falta de transporte y la mala conservación podían mermar mucho las disponibilidades de alimentos), relacionado directamente con el ecosistema doméstico (la manera en que los hogares “tiran” comida) es un problema relacionado con una sociedad crecentista y –al menos superficialmente– opulenta. Las cifras rondan el porcentaje de entre un tercio y un cuarto de las compras de alimentos que se desperdicia sin provecho, un problema enorme que se concierne directamente a las políticas de sostenibilidad.
Una serie de acciones de los poderes públicos (como la Estrategia «Más alimentos, menos desperdicio», de 2013) para combatir este problema han culminado recientemente, por fin, en un desarrollo legislativo (Ley 1/2025, de 1 de abril, de prevención de las pérdidas y el desperdicio alimentario ). La justificación de motivos de la Ley es de gran interés para apreciar los objetivos y premisas de esta política concreta de sostenibilidad.
Significativamente, la Ley dice en sus preámbulo “Las pérdidas y el desperdicio de alimentos son señal de un funcionamiento ineficiente de los sistemas alimentarios y de una falta de concienciación social” y recalca como una de las causas del problema una que afecta de lleno al núcleo de ecosistema doméstico: «comportamiento inapropiado de las personas consumidoras durante la compra, preparación y consumo de los alimentos». Y también: «…aun existiendo todavía bolsas de pobreza en todas las sociedades desarrolladas, el acceso de la inmensa mayoría de su ciudadanía a comida suficiente y de calidad está asegurado, por lo que tanto la percepción del riesgo de perder esa situación de privilegio como los nuevos patrones de consumo han llevado a olvidar la fragilidad de la abundancia y a descartar cantidades ingentes de comida». “Es imperativo, pues, que las naciones más desarrolladas no olviden ni su pasado ni sus obligaciones para con quienes más necesitan de una apuesta decidida por un mundo mejor”.
Que se puede leer como una acusación a la ciudadanía de comportarse como “nuevos ricos” por lo que respecta a la alimentación, un enfoque interesante que pone el acento también, de acuerdo con la sensación creciente de inseguridad general, en “la fragilidad de la abundancia”, así como en la necesidad de no olvidar un pasado de penurias alimentarias.