Procesos subyacentes de largo plazo, alineados o no explícitamente con la sostenibilidad, forman el contexto de la “transición del hogar planetario”, las grandes líneas de la política mundial de sostenibilidad y su trasfondo cultural que influyen en la evolución del ecosistema doméstico.
En lo que sigue se van a examinar brevemente tres de estos amplios procesos: electrificación renovable, desmaterialización y las TIC (tecnologías de información y la comunicación).
Electrificación y “renovabilización”, en un contexto de “prosumidores de energía”. Las posibilidades y las amenazas del “todo eléctrico”.
La electrificación de los hogares (la parte que ocupa la electricidad en la cesta energética final de los hogares) es un proceso de muy larga duración, que progresa lentamente. Según el IDAE, pasó de un 38% a un 44% en algo más de una década (2010-2023). Se puede ver como una paulatina ocupación de posiciones dentro del ecosistema doméstico por parte de la electricidad, a partir de un punto concreto, la iluminación, desde hace más de un siglo. La proliferación de electrodomésticos fue decisiva para aumentar el consumo eléctrico. Más recientemente, la implantación masiva del aire acondicionado añade otro elemento importante al consumo eléctrico, hasta el punto que los máximos de consumo parecen haberse desplazado al verano.
Televisores, lavadoras y frigoríficos fueron el núcleo inicial de un complejo de aparatos eléctricos que actualmente ronda las 40-50 unidades en cualquier hogar. Las siguientes posiciones a ocupar por la electricidad ofrecen más dificultades. La cocina está ya electrificada en un 50% aproximadamente, con el gas natural y GLP (gases licuados de petróleo) en segunda y tercera posición. El agua caliente sanitaria tiene una tasa de electrificación pequeña, menor del 20%, pues gas natural y GLP suponen dos terceras partes de este uso. Pero en este caso hay una energía sostenible con una cuota interesante, la solar térmica, con un 10% aproximadamente.
La calefacción es el gran objetivo de la electrificación, y el más dificultoso. Supone un gran porcentaje del consumo total de energía doméstica (cerca de la mitad), y en este caso la electricidad aporta bastante menos del 10%. Gas natural y gasóleo se llevan la parte del león, con una cuarta parte cada uno. También en este caso un tipo de combustible utilizado en este uso es sostenible, la biomasa, con casi un tercio de la aportación total de energía para calefacción. En la calefacción se da una secuencia general de sustitución de combustibles, de más pesado y contaminante a más ligero y menos contaminante: carbón > gasóleo > gas natural > electricidad. El carbón ya ha desaparecido a efectos prácticos, y el siguiente objetivo a eliminar del ecosistema doméstico es el gasóleo para calefacción.
En el caso de la climatización que combina calefacción con refrigeración, la popularización de la bomba de calor ofrece grandes posibilidades de combinar la electrificación con un avance significativo en la eficiencia energética de los hogares.
La electrificación no es un mero “cambio de combustible”, sino un paso decisivo en la ruta hacia la sostenibilidad de los ecosistemas domésticos. Se inserta de lleno en una nueva estructura de abastecimiento de energía, en la que millones de puntos de consumo se pueden combinar con millones de puntos de producción eléctrica, gracias al autoconsumo fotovoltaico. El gran apagón de 28 de abril de 2025 mostró el riesgo de un hogar “todo eléctrico”, pero, paradójicamente, una electrificación no centralizada, con abundancia de microgrids, puede ser extraordinariamente resiliente.
Desmaterialización
Desde el punto de vista del ecosistema doméstico, la desmaterialización se puede definir como la manera de obtener cada vez más calidad de vida con una huella ecológica cada vez más reducida. El concepto de huella ecológica es útil para expresar la cantidad de insumos que necesita un proceso para funcionar, traducidos a la extensión de terreno necesaria para producirlos o absorber sus desechos. La desmaterialización está así conectada con aspectos muy diversos, desde la obsolescencia programada a la tasa de desperdicio alimentario. Así como con la circularización (como gran política ambiental), ligada al fin del consumo de artículos desechables.
La desmaterialización es un concepto central de la sostenibilidad, en estrecha relación con la idea de un buen vivir que no suponga una huella ecológica inasumible para nuestro planeta. Su aplicación al ecosistema doméstico no es fácil. Si en un proceso industrial se trata de producir un output de calidad con un input reducido, la cosa se complica si la mejora de la eficiencia de un proceso simplemente encubre la pérdida de eficiencia que supone dejar de utilizar un proceso anterior ya perdido, como ocurre con la disminución de peso por unidad de producto contenido en los envases desechables, que no puede compensar la real desmaterialización que suponen los envases retornables. Otro ejemplo son los grandes y profundos frigoríficos actuales de clase energética A. Su gran tamaño puede aniquilar las ganancias de eficiencia energética y producir un efecto secundario negativo, un incremento del desperdicio alimentario. En este caso se impone la necesidad de un redimensionamiento de estos aparatos. Otro ejemplo de desmaterialización frustrada es la proliferación de aparatos electrónicos de comunicaciones, cada vez más ligeros y eficientes, pero cuya multiplicación aumenta su huella global.
Los mismos datos del IDAE que se citan en el apartado anterior sobre electrificación muestran una reducción de consumo total de energía para usos domésticos de cerca de un 20% en algo más de una década (2010-2023). Hay que tener en cuenta el fuerte impacto de la crisis financiera de finales de la década de 2000, pero la tendencia general es clara. Esta desmaterialización (en sentido amplio) se observa también en el consumo de agua, en este caso derivada del impacto de las grandes sequías de las décadas de 1980 y 1990, y en la producción de residuos municipales por habitante. Así mismo, los consumos de alimentos de pesada huella ecológica, como carne y leche, llevan décadas de pausado descenso desde 1990 aproximadamente.
Muy distinto es el panorama en términos de producción de determinados tipos de residuos, como los plásticos o los de aparatos eléctricos o electrónicos, o la pauta de desperdicio alimentario, aspectos en los que no se nota disminución clara. No obstante, estos aspectos del ecosistema doméstico están siendo sujetos a una serie de actuaciones sociales y legislativas (ley de desperdicio alimentario, “derecho a reparar” que pretende luchar contra la obsolescencia programada, etc.).
Otros impulsos importantes hacia la desmaterialización, entendida como evitación de consumo inútil de recursos, pueden ser medidas como los contadores electrónicos de lectura por radio, los repartidores de costes de calefacción, y medidas externas de gran calado como la rehabilitación de edificios por mejora de su envolvente térmico. La proliferación de etiquetas energéticas y sus estándares de eficiencia asociados también supone una serie de indicadores visuales en este sentido, muy eficaces, en toda clase de aparatos.
Resta una gran asignatura pendiente de la desmaterialización del ecosistema doméstico: la movilidad, con una masa de automóviles particulares enorme (del orden de 40 millones de toneladas) que consume anualmente una cantidad similar de combustibles petrolíferos y lanza a la atmósfera una cantidad de GEI y tóxicos en proporción, sin contar la ocupación de espacio y de producción de ruido que suponen en el espacio urbano. Es tal vez la parte del ecosistema doméstico que revela una necesidad más aguda de redimensionamiento, junto con ciertos electrodomésticos.
De la domótica a la inteligencia artificial de uso doméstico
La introducción de inteligencia artificial en el ecosistema doméstico es una larga historia siempre aplazada. Las descripciones de “hogares automáticos” gozan de una larga tradición, a veces con ribetes siniestros, cuando pasaban a rebelarse contra los habitantes de la casa. Posteriormente se dió publicidad durante décadas a los hogares domóticos, que nunca llegaron a popularizarse en la práctica.
La automatización progresó paulatinamente distribuída en el parque de electrodomésticos (lavadoras inteligentes capaces de detectar el nivel de suciedad y graduar en consecuencia el programa a ejecutar, por ejemplo). La robotización avanza a trompicones, mediante aparatos llamados “robots” (de cocina, de limpieza) en los que el apelativo robot es poco más que un reclamo publicitario. Como último paso en esta dirección, ya existen desarrollos más o menos serios de robots domésticos verdaderos, es decir, capaces de ejecutar de manera autónoma todas las tareas domésticas, lo que probablemente exigirá una inquietante forma humanoide.
Puede ser mucho más importante que estos avances casi anecdóticos la posibilidad de controlar todo tipo de procesos domésticos (iluminación, calefacción, consumo de agua) mediante sistemas de sensores capaces de medir con precisión los consumos y modularlos según las circunstancias ambientales. Las lecturas a distancia de consumos ya están muy implantadas y de hecho son obligatorias por ley en algunos casos. Parece que no está muy lejos un Internet de las Cosas práctico.
La inteligencia artificial propiamente dicha ya está implantada firmemente en los hogares, como una más de las tecnologías de información y comunicación que han proliferado en las últimas décadas. A partir de 2007, la generalización de los teléfonos inteligentes ha colocado una terminal de IA en cada bolsillo. La posibilidad de utilizar la IA como asistente personal para toda clase de cuestiones ya es una realidad. Se plantean dudas sobre si la generalización de una hiperconexión asistida por inteligencia artificial no generará una huella ecológica, en términos de consumo de energía y agua, inasumible.