La larga historia social del cambio climático comenzó en 1957, cuando el Año Geofísico Internacional propició la instalación situada en Mauna Loa, Hawai, que proporciona registros muy exactos de la concentración de CO2 en la atmósfera terrestre desde 1958, más de 65 años de datos que muestran una firme curva ascendente. . También comenzó entonces la simulación del clima de la Tierra mediante ordenadores, que más adelante se transformó en una potente herramienta de emisión de predicciones climáticas que llegaron a la opinión pública.
La asociación entre la emisión de GEI y cambios en el clima estaba firmemente establecida. En febrero de 1965, el presidente de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson, pronunció un mensaje espacial al Congreso en el que denunció como amenaza «la alteración de la composición de la atmósfera a escala global mediante materiales radiactivos y un continuo incremento del dióxido de carbono derivado de la quema de combustibles fósiles». Las pruebas atmosféricas de bombas nucleares se prohibieron, pero las emisiones de GEI siguieron a un ritmo cada vez más acelerado.
Es interesante apuntar que en la década de 1960 se pensaba que la mayor parte de la energía vendría propocionada por centrales nucleares, con el resto procedente de centrales renovables, incluso con un papel importante reservado a la energía solar fotovoltaica, que por entonces daba sus primeros pasos.
Además, se creía que el control del clima estaba al alcance de la mano. Ya existían procedimientos comerciales para provocar lluvia supuestamente a voluntad inyectando yoduro de plata en las nubes. En una escala algo superior de dominio del clima, se lanzaron proyectos como Storm Fury, para domeñar los ciclones tropicales, y otros de carácter militar, para modificar el ritmo de los monzones en el Sudeste asiático.
Si llegaba el caso de tener que enfriar la Tierra, se pensaba que eso no sería tan difícil.
Ni la energía nuclear ni el control del clima (este último todavía está vivo, en forma de diversas iniciativas de geoingeniería planetaria) respondieron a las esperanzas puestas en ellos, y la energía solar siguió siendo una posibilidad teórica más que práctica. Las emisiones de GEI continuaron. En 1979 se celebró la primera Conferencia Mundial sobre el Clima.
En la década de 1980 se comprendió mejor la relación entre la quema de combustibles fósiles, la emisión de CO2 y otros gases de efecto invernadero y la tendencia del clima al calentamiento global. En 1988 se creó, bajo auspicio de la ONU, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, el IPCC, que publicó su primer informe en 1990.
Tras la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro de 1992, se creó la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC). Las sucesivas COP son las Conferencias de las Partes signatarias de la Convención. La primera COP se reunió en Berlín en 1995, pero la primera COP efectiva fue la número 3, la que generó el protocolo de Kyoto, en 1997. El protocolo comenzó la tarea de establecer límites de emisión, compromisos de reducción, modelos de financiación, etc.
Kyoto podría haber sido el detonante de un proceso para construir un modelo energético y ambiental más sostenible y más justo, a escala planetaria. No se consiguió nada de eso, y en su lugar se realizó un lento acercamiento, a trompicones, hacia las energías renovables y la eficiencia energética… en paralelo a un continuo crecimiento del consumo de petróleo, gas y a una vacilante evolución de la energía nuclear.
A partir de 1997, el asunto del cambio climático perdió su aura de causa simpática y se convirtió en una amenaza directa contra nuestro modelo social y económico, basado en quemar combustibles fósiles. A partir de ahí, tímidas iniciativas de «descarbonización» se unieron a mensajes apocalípticos emitidos a intervalos regulares (como la película El día de mañana, 2004, o el documental Una verdad incómoda, 2006).
Actualmente la sociedad está atrapada entre anuncios de desastres planetarios inminentes, «negacionistas climáticos», medidas muy impopulares (como cualquier impuesto al carbono que grave las calefacciones o aumente el precio de la gasolina, por ejemplo), el greenwashing de las empresas que lavan su imagen declarando simplemente que han reducido tantas toneladas de emisión de CO2, políticas energéticas erráticas, que lo mismo pueden penalizar que subvencionar el uso de combustibles fósiles.
La ciudadanía está confusa y una parte de ella, las generaciones de menos edad que se supone que vivirán de lleno el mundo del apocalipsis climático, sufre una justificada ecoansiedad. Tal vez un comienzo de solución de este intrincado nudo sería poner en valor la historia de cómo se ha llegado a conocer la amenaza del cambio climático, con vistas a facilitar un muy necesario consenso universal sobre este problema planetario.
Referencia:
Breve historia del cambio climático